"Revelación"
"Revelación"

 

 SANGRO, PERO NO MUERO

 

“Mi arte se basa en la creencia de una energía universal que corre a través de todas las cosas: del insecto al hombre, del hombre al espectro, del espectro a las plantas, de las plantas a la galaxia. Mis obras son las venas de irrigación de este fluido universal. A través de ellas asciende la savia ancestral, las creencias originales, la acumulación primordial, los pensamientos inconscientes que animan el mundo. No existe un pasado original que se deba redimir: existe el vacío, la orfandad, la tierra sin bautizo de los inicios, el tiempo que nos observa desde el interior de la tierra. Existe por encima de todo, la búsqueda del origen”.

 

Ana Mendieta (1983)[1]

 

 

Las imágenes que ilustran este catálogo muestran a una serie de mujeres, solas o acompañadas por otras mujeres de diferentes edades, sobre fondos neutros, desnudas. Cada una de ellas se hace visible en el espacio público a través de la fotografía o el vídeo, pero también da a ver una parcela de su intimidad: la sangre menstrual que fluye por sus piernas o señala, como un simbólico bindu, distintas partes de su cuerpo.

 

La menstruación ha sido -y sigue siendo todavía- una construcción biocultural objeto de múltiples interpretaciones, tanto de signo positivo como negativo, a lo largo de la historia. Cada sociedad ha generado su propio sistema de creencias, mitos y ritos, acerca de su naturaleza, moviéndose casi siempre entre lo sagrado y lo tabú. La sangre, fuente de toda clase metáforas y simbolizaciones, posee para muchas culturas matices rituales y atribuciones mágicas, como expresión de la vida y de la muerte; sin embargo, también ha sido empleada durante siglos para representar el dolor y la violencia en todas sus vertientes, especialmente la ejercida contra las mujeres. Las tecnologías de control se manifiestan en el cuerpo y, por consiguiente, en la consideración acerca de la sangre que, según Foucault, ha sido un elemento determinante en los mecanismos del poder, en sus manifestaciones y en sus rituales: “El poder la dibuja, la suscita y utiliza como el sentido proliferante que siempre hay que mantener bajo control para que no escape”[2]. Así, el Antiguo Testamento convierte el líquido menstrual en signo de impureza que concierne por igual a todas las hijas de Eva: “Cuando la mujer tuviere flujo de sangre, y su flujo fuere en su cuerpo, siete días estará apartada; y cualquiera que la tocare será inmundo hasta la noche” (Levítico, 15:19).

 

Pese a que creencias como ésta han pervivido hasta relativamente poco tiempo en nuestra cultura, la sangre que aparece en el proyecto “Sangro pero no muero” de Isa Sanz -la única derramada de manera natural por el cuerpo, explica la artista-, constituye una fuerza positiva que conecta a las mujeres con el infinito proceso de transformación de la naturaleza (regeneración), donde el tiempo cíclico sustituye al tiempo lineal. Expresa la noción de renacimiento y muerte, sintonizando con el origen (el útero materno) y con todas las manifestaciones primitivas de lo femenino situadas en el ámbito de lo prelingüístico y, por tanto, no contaminadas por la cultura. Hélène Cixous refiere que la escritura femenina posee ecos del pre-lenguaje: “Su libido es cósmica, del mismo modo que su inconsciente es mundial”, de modo que dicha escritura “no puede sino proseguir, sin jamás inscribir ni discernir límites”[3]. La sangre menstrual es el lenguaje que utiliza la artista para expresar el vínculo de la mujer con la naturaleza viva, a través de su periódica travesía más allá de la frontera del cuerpo para encarnar el ritmo de Gaia, diosa madre o Tierra, repitiéndose al compás de la Luna. Así lo certifican los versos que recita el coro de voces femeninas del vídeo Sangramos pero no morimos:

 

Provengo del útero universal

sangro pero no muero

Y en un infinito ciclo de vida-muerte-vida

sangro pero no muero

Resurjo

sangro pero no muero

El fluido es la llave de la morada oscura

sangro pero no muero

Donde se gesta la mutación.

 

La genealogía de este trabajo, de raíz performativa, tiene su punto de partida en algunos episodios ya históricos del arte feminista; si bien es cierto que la representación de la sangre es una constante en la historia del arte, empezando por toda la iconografía del dolor vinculada a las imágenes religiosas de mártires y siguiendo con las dramáticas composiciones de historia del mundo contemporáneo. En el siglo XX, autores como Marcel Duchamp, Piero Manzoni o Andy Warhol comenzarán a introducir en el arte referencias, más o menos explícitas, a determinados fluidos y excreciones corporales. Los accionistas vieneses, con su “dramaturgia del exceso”, dotarán a estas sustancias de una dimensión ritual y, sin embargo, profundamente desacralizada y provocativa. También artistas como Vito Acconci, Michel Journiac, Robert Mapplethorpe, Andrés Serrano, Helen Chadwick, Cindy Sherman, Kiki Smith, Mike Kelley, Ron Athey y un cada vez más largo etcétera, recurrirán a la sangre, el semen, la orina o los excrementos para articular algunas de sus piezas más conocidas, con discursos de muy distinto signo, despertando todo tipo de reacciones en el público.

 

La representación de fluidos corporales hace que el arte penetre en la categoría estética de lo abyecto, formulada por Julia Kristeva en su célebre ensayo. Cuando lo que debiera estar dentro del cuerpo, donde solemos situar todo aquello que conforma al individuo (la piel y los orificios corporales son sus bordes), sale hacia fuera -y, con ello, todo lo reprimido, las pulsiones ocultas y los deseos libidinales-, lo que antes era sujeto se transforma en objeto (la naturaleza ingresa en el territorio de la cultura). Consecuentemente el yo, que se ve enfrentado a su condición vulnerable, pierde su unidad, produciéndose una honda perturbación identitaria donde la repulsión se da cita con el deseo. Lo real entra de este modo en escena, colapsando nuestra visión. En este sentido, la sangre menstrual ha sido interpretada como un objeto contaminante situado en los bordes del cuerpo -la vulva como herida abierta- que representa, en palabras de Julia Kristeva, “el peligro proveniente del interior de la identidad (social o sexual)” y amenaza “la relación entre los sexos en un conjunto social y, por interiorización, la identidad de cada sexo frente a la diferencia sexual”[4]. Este hecho provocó la necesidad de imponer el distanciamiento de la higiene en las representaciones del cuerpo femenino. El cuerpo de la mujer, pulcro e inmaculado, se convertía en el terreno sobre el cual había de erigirse el patriarcado, por lo que era preciso ocultar todo aquello que debiera permanecer dentro, prefijado e inmóvil, igual que la noción de identidad que la iglesia y y otras esferas de poder han querido imponer.

 

Uno de los propósitos del arte feminista fue precisamente debilitar estos límites y el rechazo a la sangre menstrual era una de ellos. Luce Irigaray abogó por una creatividad femenina que presentara el cuerpo de la mujer “no como materia pasiva, sino como el lugar donde el universo fue generado”, abandonando la idea de horror y repugnancia que asociamos a la frontera entre el cuerpo y lo otro para pensar en ella “como algo que proporciona una espléndida apertura a una nueva forma de identidad-construcción: una hembra divina”[5]. Las aportaciones más significativas a este respecto fueron planteadas por una serie de mujeres artistas que decidieron cuestionarse la ortodoxia del arte occidental (esencialmente greenbergiano) y el paradigma androcéntrico de la cultura, para ofrecer nuevas alternativas que incidieran en lo procesual y en la consideración de nuevos materiales, como el cuerpo y sus fluidos o la naturaleza. Artistas como Judy Chicago, Carol Schneemann, Gina Pane y Ana Mendieta, entre otras, utilizaron la sangre como forma simbólica de escritura. Lo íntimo adquiría una dimensión pública y la obra, en una subversión de carácter positivo, se articulaba a partir de nuevos significados. El cuerpo femenino se transformaba en un territorio de representación y lucha política, en un espacio de construcción identitaria donde la mujer se administraba sus propias autodesignaciones y predicados, además de revelar las diferencias y las voces silenciadas de ciertas minorías que se salían del canon hegemónico, incorporando formas de cultura alejadas de la ortodoxia capitalista occidental. Pero si bien es cierto que la experiencia de lo femenino está estrechamente vinculada al cuerpo, tal como sugiere la profesora Hillary Robinson, conviene tener presente que “lo femenino no pertenece esencialmente al cuerpo”, sino que “el cuerpo y la representación son sus intermediarios”[6].

 

Hacer visible la sangre que fluye libremente por el cuerpo femenino, tal como Isa Sanz plantea en su propuesta, sigue siendo un acto político y, a la vez, poético. Frente a la escisión identitaria de lo abyecto, el líquido menstrual se convierte en pigmento que encarna el valor creativo de las mujeres. En varias imágenes, señala en forma de punto o gota (bindu) algunos chakras o centros de energía del cuerpo: el ajana (el tercer ojo), el anahata (en el corazón) y el svadhisthana (junto al pubis). La propia artista se autorretrata mostrando abiertamente la sangre entre sus dedos. En otra fotografía, vemos a una mujer que escribe AMOR en una pared, mientras la sangre de la menstruación resbala por sus piernas. Con esta palabra, restablece el vínculo con su propia naturaleza, con el origen de la vida, con la fuente materna. Ana Mendieta también dejó escrito en sangre: She got love. La artista cubana supo expresar como nadie la relación entre el cuerpo femenino y el ciclo natural de vida y muerte en constante renovación: “Me convierto en una extensión de la naturaleza y la naturaleza en una extensión de mi cuerpo. Este acto obsesivo de reafirmar mis lazos con la tierra es realmente la reactivación de creencias primitivas… [en] una fuerza femenina omnipresente, la imagen que permanece tras haber estado rodeada por el vientre materno, es una manifestación de mi sed de ser”[7]. Isa Sanz, heredera de este sentimiento, representa en varias fotografías el regreso de la mujer a la matriz, simbolizada en una espiral o circunferencia construida con arena, vegetación y pétalos de flores, posiblemente como alusión a su poder transformador, pero también como huella del paraíso (espacio donde vivía antes de entrar en el Hades, por haber gozado de su propio cuerpo). Somete la abyección del fluido menstrual a una labor de alquimia donde lo obsceno se torna en algo natural, lo impuro en algo limpio, lo desagradable en algo hermoso.

 

Isa Sanz explora el vínculo mujer/mujer; un lazo que, hasta hace no mucho tiempo, se consideraba, cuanto más estrecho e intenso, más subversivo. En “Sangro pero no muero”, cada mujer se busca en las demás, celebrando su identidad múltiple; “la maravilla de ser varias”, diría Hélène Cixous, “gozando de su don de alterabilidad”[8]. Las mujeres, hermanas de sangre y, como tales, habitantes de una misma tribu, se encuentran conectadas por la misma experiencia. La sangre describe, como un yantra, el perpetuo tránsito de su ciclo que, igual que la construcción de la identidad, es siempre nómada. “Ella”, como apuntara lúcidamente la pensadora feminista Luce Irigaray, es indefinidamente otra en sí misma[9].

 

Marta Mantecón. Historiadora del arte y comisaria.

 



[1]              Mendieta, Ana: “Escritos personales”, en Moure, Gloria (ed.): Ana Mendieta. Polígrafa, Barcelona, 1996. p. 216.

[2]              Foucault, Michel: Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber. Siglo XXI, Madrid, 2006. pp. 156-157.

[3]              Cixous, Hélène: La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura. Anthropos, Barcelona, 2001. p. 49.

[4]              Kristeva, Julia: Poderes de la perversión. Siglo XXI, México, 1989. p. 96.

[5]              Battersby, Christine: “Embutir y nada más: Irigaray, pintura y psicoanálisis”, en Deepwell, Katy (ed.): Nueva crítica feminista de arte. Estrategias críticas. Cátedra, Madrid, 1998. pp. 234-235.

[6]              Robinson, Hillary: “Más allá de los límites: feminidad, cuerpo, representación”, en Deepwell, Katy, op. cit.,  p. 242.

[7]              Cfr. Ruido, María: Ana Mendieta. Nerea, Madrid, 2002. p. 67.

[8]              Cixous, Hélène, op. cit., p. 49.

[9]              Irigaray, Luce: Ese sexo que no es uno. Saltés, Madrid, 1981. p. 23.